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Un día en el ruedo
Por Juan José Hellín Moro, guardia civil jubilado

Teníamos una demarcación muy amplia, todo rural; sus masías, los campos de labranzas y lo que más abundaba, las eras, empedradas con aquellos riscos que el terreno montañoso daba; el agua de sus manantiales, que bien sentaba el bocadillo cuando, por aquellos caminos íbamos de servicio y caía la hora apropiada, junto a uno de ellos, nos aposentábamos, traguito va y traguito viene. Decía nuestro reglamento que, sólo podíamos pedir “agua, sal y asiento en la lumbre”, refiérase a los moradores de los cortijos o masías en este caso, particularmente yo, sólo quería pedirle esto a la naturaleza, su agua, transparente, cristalina y aun en verano, fresca y sabrosa.

Ya en el verano, como en la mayoría de nuestra España, llegarían las fiestas patronales, a Dios gracias que eran escalonadas en el tiempo porque, nada más que teníamos cuatro Aldeas en la que prestar servicio de Orden Público. Esta historia corresponde a una de ella. La población de Formiche Alto, ¿y porque así?, obviamente porque había otra muy próxima que se llamaba Formiche Bajo, parece ser que a partir del año 1331 se sabe de la existencia del Bajo, la raíz del nombre, nunca lo supe, pero para el caso es lo mismo. Digamos que, es un pequeño pueblo de montaña con una población de 200 habitantes y que se halla situado en el piedemonte oriental de la Sierra de Camarena, junto al rio Mijares. El casco urbano se asienta en una ladera de fuerte pendiente, destacando, la Iglesia de la Asunción, la Ermita de Loreto y el puente medieval sobre el rio Mijares. En sus proximidades se encuentra un asentamiento ibero-romano, posible emplazamiento de la antigua urbe. En el siglo XII fue, junto con Teruel, reconquistada a los árabes por las tropas de Alfonso II de Aragón. Hasta aquí, lo conocido por la historia, pero continuemos con la mía.

En los años de éste hecho, allá por los 1969-70, la Guardia Civil de aquel Puesto -La Puebla de Valverde-, lo más motorizado que tenía eran dos bicicletas que se guardaban como reliquias intocables por el cuidado de ser averiadas, eso sí, con las dos pinzas sujetas en el cuadro para soportar el mosquetón, junto a ellas, dos sillas de montar del tipo militar para sendos caballos que se alimentaban en la cuadra casi sin dar ni golpe; para mi crianza fuera del ámbito rural, me parecían gigantes, como diría nuestro Hidalgo Don Quijote, estos arreos también como las bicicletas, estaban más de museo que de uso, para el servicio se tenían otras “más de diario”.

Para el desplazamiento a la fiestas Patronales a la localidad, o se hacía a pié o, como decía el otro, andando. Por aquellos de las casualidades llegaron a nuestros oídos -no se si, por la necesidad o por la formación profesional- que, el Cura párroco de la Iglesia de la Asunción, se desplazaría con su turismo en la mañana de las fiestas. Éste sacerdote tenía también su pequeña historia, era gemelo con otro varón y también sacerdote, pequeño de estatura pero “” -como decimos los andaluces- hasta más no poder. De todo hacía su chiste pero siempre guardando su respeto a los hábitos que vestía, inquieto, vivaracho y diría que atrevido, pero…, atrevido.. sigan leyendo.

Aquella mañana se presentaba calurosa y nos preocupaba, por aquel entonces sólo teníamos uniforme de invierno, eso de las camisas de mangas cortas llegarían mucho más tardes, en aquellos años, ese “atrevimiento” supondría ir muy “destapado”. Después de reglamentario café en el bar de la cita con el clérigo, nos trasladamos al lugar de aparcamiento de su “todo terreno” -lo digo por lo escarpado geográfico que, nos quedaba por recorrer-, en forma de un SEAT 600, color hueso – lo del color no tenía nada que ver con el auto-, por aquello de ser el más antiguo de los dos -la famosa pareja de la Benemérita- y porque no, por los mareos de los vaivenes, tomo el asiento delantero, el párroco me advierte que tuviera cuidado y, me señala para la alfombra de los pies, pero no, me equivoqué, era ése el lugar indicado pero no la advertía por la moqueta, sino que, le faltaba los bajos, era como tener una ventana en los pies, desde aquel lugar “privilegiado” podía ver el camino y tocarlo con las manos, me recordaba a los turismos de los «picapiedras». Los baches, con el camino de, más bien de herraduras que de vehículos a motor, los que saltamos, algunos secos y otros embarrados, el techo del auto por su interior, ya delataba la oquedad por los salpicones; toda una odisea. Eso sí, antes de salir rezó un Padre Nuestro y algunas Aves Marías –me pregunté si cabríamos todos en el rodado-, no se, pero creo que le faltó decir “el carnet en la boca”, supongo que lo pensaría pero no, no quiso ponernos nerviosos aunque nada más recorrer algunos metros ya lo estábamos sólo por la manera de conducir, es como decir, “el terror de la carretera”, por si acaso le dije que yo era Católico Apostólico y Romano, vamos de la Iglesia de toda la vida -por si servía de algo-, se sonrió y siguió con su “mano de volante”, que Dios nos asista, me dije.

Mosen Manuel con algunos vecinos del pueblo.

Siempre fui curioso y aprovechando la soledad o más bien la escasa comunicación que existía entre los ocupantes, lo digo por la música celestial –diría al Padre- que más bien era un runruneo de un motor falto de todo, con desajustes en general, que desafinaba más que una las bandas de músicas de aficionados después de diez horas tocando. Pues debido a ello, me dediqué a contar los baches y conseguían llegar hasta 65, ya me cansé y lo dejé.

En lo alto de la Sierra Camarena se vislumbra las pocas viviendas de construcción de piedra que formaba el pueblo. La mayoría blanqueadas de blanco, grandes pizarras en los muros, para resguardase del frio en invierno, calles empinada y empedradas. Sus gentes, lo mejor, solidarias, conversadoras, muy atentas y todo les parecían poco en los ofrecimientos. He conocidos muchos pueblos, pero como aquellos, ninguno.

Nos dirigimos a la Casa Consistorial para hacer la presentación reglamentaria a la máxima Autoridad, su Alcalde, que según estoy informado, sería Don Antonio Muñoz médico del pueblo, este personaje importante como no, tomaría parte al final de mi historia, por aquella ocasión ya se lo perdoné, ahora, pues me permito incluirlo en mi relato. Recordando cosas de aquel día, nos reunimos en el despacho del Alcalde para estudiar la ubicación del camión que transportaría a los astados, mi compañero y yo, como responsables del orden público, al final y por varias razones de peso se optó por su ubicación en el margen de la derecha, según vista desde la salida de la Casa Consistorial. Ya en el lugar asignado, nos encontrábamos los asistentes, el hijo del médico y su amigo que, creo recordar se trataba del hijo del secretario, ambos se hallaban fuera del pueblo estudiando, regresando para la fiesta; el descendiente del Alcalde da su opinión con relación al tema tratado a lo que su amigo le dice “no desates en el ruedo, lo que tú padre ató en el despacho”, no pudimos soportar la risa de tal ocurrencia.

Como en todas las fiestas patronales, la misa se hace imprescindible, así que, tomamos asiento en lo que llamaríamos el “banco de las autoridades”, y con debida devoción oímos la Santa Misa, ofrecida como no, por nuestro Fitipaldis particular, el Párroco Don Manuel, natural de Camarena de la Sierra, en la homilía estuvo de lo mejor, si bien es cierto que no recuerdo el fondo del mensaje, si es cierto que posteriormente le felicité, nos llegó a todos los fieles a lo más profundo. Después de los años trascurridos me acuerdo de él más por este detalle que por cualquier otro. Seguidamente la procesión, debo aquí hacer una parada y expresar el comportamiento de los habitantes del pueblo, su recogimiento, la religiosidad con que veneraban el acto, ataviadas las mujeres con su manto sobre los hombros y el velo por la cabeza, los hombres y niños con sus mejores trajes, en silencio, pensativos, quizás meditando o quizás rezando a su Patrona, por la familia, por el ganado, por la cosecha.

Posteriormente llegarían los juegos para los niños que, también los mayores nos divertimos, las charlas informales entre mayores, los comentarios normales de un pueblo rural amante de sus gentes y de los que como yo, fuimos adoptados en aquella ocasión.

Nunca había visto una “plaza de toros” como aquellas, así que, la fachada principal de la Casa Consistorial formaría parte de ella, su balcón sería la tribuna y en los alrededores se habían colocados unos gruesos maderos y carros en forma de vallas de cerramientos. Tomamos asientos las Autoridades Civiles, Eclesiástica y como no, las militares -los Civiles, mi compañero y yo- y algún que otro chaval.

 

Ataban al toro por los cuernos con gruesas cuerdas, así  podría manejarlo y ser retirado en caso de peligro, tanto para los aficionados como para el propio animal.

 

 

 

Finalizado el evento, el entorno del lugar se quedó prácticamente vacío, los espectadores se marcharon, sólo los que estábamos en el balcón de la Casa Consistorial.

Yo que esperaba para dirigirme a la central telefónica al objeto de comunicar al Comandante del Puesto que, en el festejo taurino de aquel día, no había habido ninguna novedad, salgo del edificio y atravieso el “ruedo”, quizás con un poco de “aire torera”, aunque si digo la verdad, nunca me gustaron los toros, cuando…, oigo unas voces que dicen ¡¡¡el toro!!!… ¡¡¡que se ha escapado un toro del toril!!!, ni me lo pienso, veloz como alma que se lleva el diablo, corro en busca de la valla de cerramiento, aquello estaba más alto de lo que pensaba, salto como pude y ¡¡zas!!, caída al suelo, el tricornio por un sitio, Juanito por otro y lo peor…, el alcalde -lo pongo con minúscula como castigo- y mi compañero mondándose de risa por el espectáculo, fue una broma de ambos, ni había toro, ni se habían escapado, pero eso sí, yo en el suelo con una cara de pocos amigos. El uniforme se me puso de arena que ni cuento, la pistola aquella del 9 largo, toda sucia, lo mismo mi tricornio de la casa Ferquin –no hago publicidad, sólo que era el que mejor quedaba puesto-, comunico la novedad y marcho a la casa donde pernoctábamos a fin de asearme. La señora de la casa –una anciana con una bondad extraordinaria- me hizo quitarme el uniforme y después de limpiarlo, lo planchó, quedó mejor que cuando llegué; mientras yo limpiaba el arma, correaje, tricornio y demás. Es verdad que me duró la mala cara un buen rato, pero cuando abandoné el domicilio y después de dar las gracias a la casera, ya me encontraba mejor, estaba hecho un pincel. Regreso al consistorio y entre algunas bromas sobre el asunto, nos fuimos a comer.

Finalizo mi historia con un recuerdo muy vivo en mí por las gentes del lugar, Don Manuel el “curita”, el Alcalde, Secretario, la patrona y demás que, hicieron agradable nuestro trabajo; por mis compañeros que, se desvelaban por la seguridad de las poblaciones, bajo la nieve, la lluvia, las noches, el frío, siempre pendiente de sus cometidos.